Bukele, el ungido

«Le pregunté a Dios y me dijo que tuviera paciencia». Así, con talante divino, el presidente salvadoreño Nayib Bukele pretendió darle un barniz celestial a su burdo intento de golpe de Estado del fin de semana anterior. El icono de mandatario millenial ya no era suficiente y la gorra reguetonera cumplió su función mediática. Había llegado el momento de batear en las ligas mayores y demostrar que no es cualquier presidentito tropical. Que sus contactos no son de este mundo. Que se maneja un rollo nivel Dios.

Ese día se estrenó como aprendiz de dictador y reunió todos los requisitos en pocas horas. Por un lado, había mandado al diablo el principio republicano de separación de poderes. Luego, al entrar a la sede de una Asamblea Legislativa capturada abruptamente por el ejército guanaco, hizo retroceder a su país hasta la década de los 80, cuando la dictadura militarizada regía a sangre y fuego los destinos de Cuscatlán.

Así que solo faltaba una pincelada final para unirse al coro de oprobiosos dictadores: declararse ungido del Señor, aprovechando que el Omnipotente no solo le escucha, sino le habla y da consejos por línea directa, lo cual hizo desde una silla que no le pertenece: la del presidente del Legislativo. Tal como lo han hecho tantos sátrapas cuando necesitan justificar sus fines abyectos, la fe de las buenas personas es un recurso ideal para consumar la perversión.

Así lo hacía Ríos Montt, que oraba mientras los soldados a sus órdenes arrasaban con la población civil de cuanta aldea les parecía subversiva. O como el chileno Pinochet, que aseguraba: «Dios es quien hace las cosas y por eso él me perdonará si me excedí en algunas… aunque no creo». O como el argentino Jorge Rafael Videla, quien no tenía empacho en comulgar los domingos, mientras sus bastardos uniformados se encargaban de desaparecer a más de 22 mil compatriotas.

Y puestos a pensar, ¿por qué el Altísimo habría de recomendar -que no ordenar- «paciencia» al irritado mandatario cuscatleco? No creemos que en el caso de Bukele se refiera a esa virtud cristiana esencial con la cual Pablo exhortaba a sus seguidores a demostrarse paciencia de los unos para los otros.

Se parece, más bien, a la paciencia cínica de la que hizo gala en más de una ocasión Margaret Thatcher, la sacerdotisa inglesa del neoliberalismo del siglo pasado, quien afirmaba con sorna: «Soy extraordinariamente paciente, siempre y cuando al final me salga con la mía».

En este caso que involucra al presidente salvadoreño, se ha explicado que ese día se agitaron las aguas porque Bukele se desesperó ante la negativa de la oposición legislativa de aprobar un préstamo por 109 millones de dólares, financiados por el BCIE y destinados a su plan de combate a las maras.

Por «combate a las maras» se entiende equipamiento represivo puramente. No hay, ni de lejos, elementos que sugieran la implementación de programas preventivos y que promuevan la reinserción de los pandilleros. Estrategia con la cual parecería, según Bukele, que el mismo Dios, ese que se solaza con la luz de las almas puras, está no solo de acuerdo con asediar a muerte a los mareros sino, incluso, se compadece de la impaciencia de su amado siervo.

Se podría afirmar, además, que Dios no es para nada de tendencia democrática ni mucho menos progresista. Que bendice la persecución inclemente contra aquellos que han elegido el camino delictivo porque estas sociedades cínicas, que les niegan todo a los jóvenes más pobres, y que pretenden corregir semejante crueldad mediante la pena de muerte… si no por vía legal, por la ruta incivilizada de la limpieza social.

El Dios de Bukele, ese que le habló al oído el domingo, no es para nada el Dios de Baruch de Spinoza, quien creía en la armonía de lo existente y no en un Dios interesado en las acciones de los seres humanos. Es un Dios, incluso, mucho más temible que el de las Escrituras. Un Dios de derecha. De la más recalcitrante. Está a favor de la injusticia social y apoya las prácticas de mano dura. ¡Ah! Y se ríe socarronamente de los principios republicanos, esos que defienden hasta el delirio nuestros libertaroides, generalmente cristianos por antonomasia.

Por supuesto, tampoco significa que los diputados opositores sean peritas en dulce. Se trata de otra de las tantas clicas corruptas que pululan en los congresos centroamericanos. Simplemente, ninguna aprobación de un vulgar préstamo, por urgente que sea, puede ser motivo para romper los esquemas institucionales, según pretende el palestino Nayib.

Y al margen de sus inquietudes divino-dictatoriales, para mí no representa ninguna sorpresa la actitud del mandatario vecino, como tampoco me sorprende que uno de los primeros adherentes a su causa absolutista haya sido nuestro nuevo vicario del neofascismo, el presidente Alejandro Giammattei, cuyas inclinaciones despóticas son un libro abierto.

Y es que el pasado 8 de noviembre anotaba en un artículo publicado aquí, en gAZeta, lo siguiente: «En lo personal, jamás creí en las capacidades políticas adjudicadas, más por novelería, al mandatario salvadoreño. Y no lo creí por varias razones: después de hacerse llamar de “izquierda radical” cuando era alcalde de Nueva Cuscatlán, municipio de La Libertad, pasó a declarar su equidistancia de la izquierda y la derecha, para adoptar finalmente el más puro y duro populismo, en su caso etiquetado como “milénico”»

El historiador dominicano, Miguel Guerrero decía: «En América Latina los liderazgos mesiánicos se valen de un uso torcido de la Constitución para asaltar los poderes del Estado y perpetuarse en el gobierno, con la complacencia casi siempre de las élites intelectuales y económicas».

Bukele es un ejemplo de lo anterior y pese a sus presunciones sobrenaturales, parece que sus asesores no le contaron acerca de una sentencia pronunciada el pasado 18 de septiembre  por el papa Francisco: «A Dios no le gustan los dictadores».

Edgar Rosales Revista Online: Gazeta.gt

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